13/8/08

El arte de reseñar

–Y... ¿qué le pareció mi libro?

El momento era una noche calurosa del verano tardío de 1978; el lugar, mi departamento en Cambridge, Massachusetts; la ocasión, una cena à trois en honor del gran curioso de la velada, para que se sintiera en casa. El inquisidor, era nada menos que el sociólogo sueco Göran Therborn, autor de una obra cuyo título debe encontrarse primero entre miles de los aparecidos sobre ciencia política en los últimos 30 años: ¿Qué hace la clase dominante cuando domina?
(What does the Ruling Class do When it Rules?).

–¿El origen de la pregunta? Mi impertinencia pura: había llevado conmigo, literalmente bajo el brazo, un librito de él –La Escuela de Frankfurt– de Guadalajara a Berlín, y luego a Cambridge. Tonto de mí, recordé que lo tenía en casa en medio de la cena y se lo mostré. Mero estudiante de postgrado en Boston, todo esperaba, menos que Göran Therborn pidiera mi opinión sobre su obra, tan a bocajarro.

A bocajarro fue también mi respuesta. Tanto así, que sorprendí a Rina, sentada a mi siniestra. También me sorprendí yo porque, pese a que dos años antes había devorado el librito (de no más de 80 páginas), no recordaba una palabra de su contenido, más allá del título. Mi respuesta, a buen seguro, se debió en parte al Mouton Cadet que circulaba deprisa por mis venas. Carraspeé e indiqué tajante: “su libro cambió mi visión sobre la Escuela de Frankfurt”. Rina contuvo la respiración y se tiró de los cabellos discretamente. Miró conmigo a Therborn, quien exhaló un suspiro de alivio y, estoy convencido, de satisfacción. Nadie se había referido así a su obra.

Años después, ya estudiante en Columbia, y bajo el adiestramiento de mi compañero Bob Cohen, entendí (me preparaba entonces para uno de mis exámenes escritos de doctorado) lo crucial que es recordar al menos una línea del libro que se ha leído. Una línea. Claro, no una línea cualquiera, sino la línea. El examen era en métodos de investigación histórica. Para salvarlo, debía leer y digerir más de 80 libros de historia (aparte de media centena de artículos) que nuestro profesor, Sigmund Diamond, había elegido por su contenido y relevancia metodológica.

–Debes recordar al menos una línea del libro, repitió Bob varias veces: “si Diamond te pide que compares dos libros de la lista y no recuerdas nada más de cualquiera de los dos, debes recordar una línea”. Su consejo me favoreció el día del examen porque Diamond, “just for fun”, decidió que comparara tres libros, en vez de dos, de una lista de diez. Recordé la línea de cada uno de los tres, y así desarrollé el segundo de cuatro ensayos que debía contestar en sendas horas.

¿Cuál es el secreto? El secreto consiste en abstraer, al máximo, el mensaje del autor. Es como cuando encontramos en un cóctel a una persona que nos interesa y nos pregunta: ¿sobre qué escribes en estos momentos? Si no contestamos en seis palabras, la persona se marcha: “voy por más Baileys”, nos dice escuchando el tintineo de las rocas en su vaso vacío y mirando al infinito. Justo en ese momento, sabemos que la perdimos.

En eso consiste el arte de reseñar una obra: en dar, de manera contundente, como contundente puede ser nuestro nombre o apellido (o la combinación de ambos) la clave de un libro. Es como cuando, antes de cruzar una frontera, nos exigen que nos identifiquemos. “¿Cuál es su nombre y por qué diablos quiere entrar a nuestro territorio?” “¿Cuál es su oficio y por qué cree que puede comentar esta obra en seis palabras?”

Nuestras seis palabras pueden estar equivocadas; poco importa. Pero deben resumir nuestra impresión de la obra. Y, de ahí para adelante. Una buena oración, apretada, categórica, nos abre las puertas de cualquier frontera: incluso de la cubierta del más peliagudo de los libros. El resto de la reseña debe explicar por qué creemos lo que creemos. ¿Cambió la obra nuestra forma de ver la vida, el mundo, el tema que entre sus páginas asoma? ¿Lo recomendaríamos a alguien más? ¿Por qué? ¿Quién sería ese alguien más? ¿Se lo regalaríamos a nuestro mejor amigo?

Uno de los libros que regalé con más placer fue Puro humo –aparecido primero en inglés como Holy Smoke– de Guillermo Cabrera Infante. Con más placer porque el libro derrumbaba la hipótesis de un imbécil que mi amigo Jaime y yo conocíamos y que, con pretendido conocimiento, afirmaba que las “revoluciones” engendraban buenos puros y mejores rones. El libro de Cabrera Infante, para decirlo en seis palabras, demostraba que las revoluciones aniquilan la industria nacional.

Esa es mi reseña de la obra de Cabrera Infante. Si algo demuestra el autor, es que la industria del tabaco se vino al suelo, que Fidel Castro sabía (o sabe, si se encuentra aún entre nosotros) un carajo sobre puros y que las mejores casas de tabaco –las de familias oriundas de Canarias, para no ir más lejos– desaparecieron para dejar tras de sí una estela de nombres que significan poco. La industria del tabaco, señor Ricardo Jacinto, se derrumbó con la revolución. Y como ésta, las demás.

Pero no sólo abisma hipótesis tan absurdas como improbables, sino que, de manera exquisita, Cabrera Infante nos lleva por las deliciosas sendas de una pasión indómita. Y nos indica cómo comportarnos en público si nos atrevemos a extraer del bolsillo un “habano” puro, o un “puro” habano. Incluso nos alecciona sobre cómo tratarlo, dónde guardarlo (en la nevera, junto a las verduras), cómo encenderlo, qué hacer con sus cenizas, cómo gozarlo. Y quien lo dude, que compre la obra y vea que, fumar un habano, deleitarse a solas con él, es un ejercicio mucho más profundo, mucho más delicado, que meramente arrojar, entre dientes y con desdén ante los otros, puro humo.

Publicado por S.O. |  
12/7/08

Noches calladas, sin estrellas

<>
Diego es una de las voces más bonitas del flamenco [...].
Siempre que lo escucho se me alegra el alma.
Paco de Lucía.


Zambullirse en la mar de pasiones que desencadena la voz de Diego El Cigala equivale a dejarse arrastrar por un remolino irremediable y sin destino; a confesar que se está preparado para sentirlo, para sufrirlo, todo. Su voz gitana, flamenca, no sólo se alza por encima de toda una gama de tonalidades imposibles; también recorta palabras que se difuminan con las notas y que toca a nuestros oídos completar, como a nuestra alma unirse a los sentimientos que, desbordados o casi, buscan enloquecidos una fisura para escapar de las compuertas que los apresan.


Al igual que su música, las palabras inconclusas, entrecortadas de El Cigala nos llevan a presagiar no dos, sino un torrente de lágrimas reprimidas que amenazan –compás tras compás– con rebosarse, con lacerarnos con su furia refrenada. Fuego interno sin salida, emoción callada que no muerta, odio presumido; un canto a gritos que resiente un amor perdido, apartado, sin retorno. Olor a relaciones segadas de tajo, de expectativas insatisfechas a las que se contesta con un dejo de cinismo –para ello no hay más que escuchar su Compasión– panacea a la soledad impuesta. Y de pronto asoma un “pero te extraño”: revelación tardía, que ya nada modifica. Coplas desesperadas que evocan un pasado mustio, que nunca fue.

* * * * *

El País madrileño se apuntó una gran nota al producir Dos lágrimas, de Diego El Cigala, junto con un cuaderno de pasta dura en el que aparece “una conversación” que condujo Juan Cruz, en una media tarde sin fecha. Gracias a la entrevista nos enteramos de los miedos y los amores de El Cigala, de sus experiencias, de sus reacciones espontáneas (¿cuánto cuesta cantar junto a Paco de Lucía?), de su búsqueda por la grabación perfecta, de su rastreo en Berlín por sus compagnons de ruta musicales, también perfectos. La España gitana y la Cuba africana entrelazan sus raíces y de éstas brota una selva melódica insospechada. Nota tras nota, compás tras compás, su música nos inquieta. Acompañan a algunas piezas samplers inexplorados, que van desde La negra tomasa en voz del propio Diego, hasta el Concierto de Aranjuez, que mana del teclado mágico de Guillermo González Camejo, Rubalcaba.


Los cantos de Diego nos transportan. Nos hablan de distintos instantes del día y de la noche, y nos revelan que son esos relámpagos temporales, más que los espacios en los que ocurren, los que permanecen para siempre con nosotros. Noches nostálgicas sin estrellas, mañanas asoleadas colmadas de ilusiones, medias tardes que se prestan a charlas inéditas. Poco importan los lugares; son los momentos los que mellan.

Para los amantes de El Cigala –un Cigala por cierto más maduro, más cercano a esa música híbrida que le abrió camino con sus Lágrimas negras entre musicófilos del mundo entero– la mala nueva es que se complica dar con él: su disco se ha agotado en muchas partes. Pese a esto, pecará de imprudencia quien se pierda de un compacto tan fulminante, como las Dos lágrimas de Diego, El Cigala.
Publicado por S.O. |  
9/6/08

San Diego, San Diego

El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente.
C. P. Hartley









Dice Jaime Sánchez Susarrey que mis enemigos me han arrinconado tanto, alejándome de Guadalajara con el afán de echarme del país, que con tenerme en Mexicali sienten que alcanzaron su objetivo (también repite que el día que me maten y se acerquen los investigadores a pedirle la lista de posibles sospechosos, les arrojará en la cara el directorio telefónico con un “¡busquen aquí cabrones, ahí tienen la lista de todos los sospechosos!”). Lo cierto es que, lejos de castigarme –suponiendo que hubiera una conjura en mi contra y que los oscuros y volátiles conjurados hubieran logrado cerrarme todas las posibles puertas de empleo en el sur del país–, me han dado alas. Mexicali no sólo se ha convertido para mí en el mejor sitio de trabajo en los más de 20 años que llevo de haber regresado a México, sino que me permite vivir cercano a (más quisiera decir “aliado” en el sentido de aliad, que en hebreo significa “junto a”) una de las ciudades californianas más agradables del planeta: San Diego.


En el último año y medio, solo o acompañado, me he dado a la tarea de explorar cada uno de los rincones de ese mundo autocontenido que es San Diego. Hace tan sólo unas semanas, el director del centro donde laboro –un amante del jazz en el sentido real y figurado que, a diferencia de otros que prefieren tener en mano la batuta sepan o no qué hacer con ella, permite a sus colaboradores brillar justo en el momento exacto– nos llevó a un grupo de compañeros y a mí, a conocer el “old town” de San Diego. Qué maravilla. Ahí comimos en uno de los restaurantes celebrados por su estilo culinario Calmex. Lo combinamos todo con una excelente selección de Margaritas que, lo acabo de asimilar, originaron al norte y no al sur del Río Bravo. Nunca se me hubiera ocurrido que en San Diego sobreviviera un old town, con todo y su turismo provincial.


Y eso que desde pequeños nuestro padre nos llevó a San Diego a mi hermano y a mí, en varias ocasiones. Pero de ese San Diego no recuerdo más que el gorjeo y revolotear de las gaviotas; un cuarto de habitación de segundo piso en un hotel de madera apolillada (con escalones desvencijados, un aire acondicionado que despedía un característico olor a húmedo y alfombras desgastadas), y largos recorridos por los muelles para observar con detenimiento y poco disimulo los centenares de veleros ahí atracados. Uno de los agraciados restaurantes de mariscos que conocí hace más de un año, justamente se encuentra en (o se llama) El Atracadero.


Pero el tiempo y mis antagonistas han cambiado mi vida desde entonces, y ahora no me dedico a observar gaviotas (aunque me haya acercado a los muelles para apreciar de cerca los veleros), sino a buscar lugares recónditos, calles subestimadas, restorancitos apagados, librerías de viejo y de nuevo. Ese es el San Diego que me encanta, y me atrae a sus derredores con más frecuencia.


Ayer tocó el turno de explorar la calle Broadway. En el número 1948 descubrí un bistró pequeño llamado Influx, con tres variedades de café y un agradable ambiente estudiantil. Pero el toque que le dio luz a mi jornada (fui y regresé en menos de 24 horas) fue una librería de viejo –la Casa del Libro (Book House) Wahrenbrock’s– en cuya vieja construcción de tres pisos atrapé verdaderas gemas bibliográficas. Y junto a ellas me tropecé con personajes que de antaño han llamado mi atención: la periodista Anita Brenner (autora del citado The Wind that Swept Mexico) y el geógrafo e historiador Peter Gehard. A Anita no la traje conmigo de regreso, aunque me sorprendió que ambos escribieran, desde al menos la década de los cincuenta, lo que ahora conocemos como guías para turistas y otros despistados.


Dado mi compromiso constante por conectarme con la historia y geografía de la región en donde me desenvuelvo, desde mi arribo a Baja California me ha atraído con más fuerza la figura de Gerhard. Su retrato, ahora que lo observo con el libro a mano, pone a la vista a un individuo de pantalones que se elevan por encima de sus talones. En su foto se le exhibe tímidamente armado con maletín, chaqueta de tejido áspero de lana, lentes de aro y calvicie prematura. Entre mi lista de sus libros por leer se encuentran sus Pirates on the West Coast of New Spain (traducido, al parecer, como Piratas en Baja California) y su México en 1742; ya tengo apartada y lista para consumir, de igual manera, media docena de sus artículos académicos.


En la misma foto de la guía amarillenta aparece tras de Gerhard algo que asemeja la cola de un aeroplano comercial. Compré la cuarta edición de la Lower California Guidebook (la primera apareció en 1956) que Peter Gerhard coautoró con Howard E. Gulick: gran conocedor –o al menos eso afirma la sobrecubierta del libro, que lo presenta junto a un jeep de techo duro y llantas sin desgastar– la parte norte de la península. Gulick, según se anuncia en la contraportada, “ha explorado [la Baja California] en jeep, en mulas y a pie, para registrar no sólo las rutas principales sino también las poco transitadas brechas y caminos”.


Me espera una lectura interesante, estoy seguro, que no sólo me enterará de la condición, hace más de medio siglo, de los caminos secundarios (me consta que algunas de esas vías siguen en el mismo estado ruinoso en que las abandonaron los españoles, al poco de iniciar la Independencia) sino de la visión de Gerhard, que es la que me apasiona; las dos propietarias anteriores de esta guía, Doris Malley (quien firmaba con tinta negra) y Doña Gossett, cuya rúbrica está estampada con tonalidades rojas, no dejaron tras de sí más huellas de su paso por esta obra: ignoro si la adquirieron o la recibieron como obsequio. Desconozco incluso si se atrevieron algún día a recorrer las rutas apartadas de las que hablan el volador Gerhard y el caminante Gulick.


Esta guía y media docena más de libros de viajeros que me escoltaron de regreso, los encontré en la Casa del Libro Wahrenbrock’s, sita en la calle Broadway. Uno de los libreros me habló de toda una colección de Mexicana que había en la casa “antes del incendio”. No pregunté más, para no interrumpir el hilo de su historia: ignoraba, me dijo, qué había sucedido con esa colección pues no la alcanzaron las llamas del siniestro. ¿Permanecería almacenada?, se preguntó en voz alta, ya que los remanentes en la librería no se acercaban a lo que existía antiguamente.


Salí con mis gemas enfundadas en plástico y, ya camino de regreso a Mexicali, evoqué a varios de mis enemigos íntimos que, lejos de tornar mi vida miserable, la han vuelto pintoresca. Algún día escribiré sobre el cansino médico de pueblo que vive en Hermosillo y se piensa historiador, porta un bigote cuidadosamente cortado à la Mauricio Garcés y arrastra por la vida un maletín repleto de remedios; del antropólogo en Guadalajara que igual trepa a puestos burocráticos de gran altura como se despeña estrepitosamente de ellos, o del petulante rector de un campus perdido en el noreste de Jalisco que, por haber vivido en París durante años, diserta sobre el Medio Oriente con el empecinamiento de un especialista.


Con el viento que enredaba mis cabellos cada vez más ralos, y según mi auto y yo ascendíamos y descendíamos con gran velocidad por los accidentes orográficos de la ruta, olvidé a esos pérfidos individuos que cohabitan confusamente en mi pasado: ese mundo raro donde la gente vive e interactúa de manera tan distinta.


Publicado por S.O. |  
17/5/08

Las enseñanzas de Carlos Castaneda

Para Tino Juárez, quien me contó esta historia verdadera

Hace no pocos años, cuando Eugenio Juárez estudiaba la licenciatura en la Universidad de California, se inscribió en un curso con Carlos Castaneda: el renombrado autor de Las enseñanzas de don Juan. En esta obra, Castaneda escribió una historia novelada de lo que le sucedió cuando, como estudiante de antropología, se remontó a la sierra de Sonora para aprender de un hechicero yaqui, a quien apodó don Juan.


Muchos de mi generación leímos al menos el primero de varios best-sellers que contaban la historia de Castaneda, lo experimentado con don Juan, su ingestión de peyote, cómo se convirtió en un perro que corría desnudo por el llano y cómo, sin habérselo propuesto, absorbió muchas enseñanzas que le servirían para su vida futura. Pero más importante, Castaneda mostró en sus páginas cómo don Juan lo seguía paso a paso y orientaba su vida. No sólo en las remotas y afiladas montañas sonorenses, sino cuando regresó a la “civilización” californiana.


Hace casi dos décadas, cuando revisé unos archivos en la Universidad de Irvine, California, encontré la carta de un profesor que leyó la tesis de Carlos Castaneda. Era similar al texto que este último utilizó para escribir Las enseñanzas de don Juan. Pero al escrito le faltaban los elementos que lo habilitaran para defenderlo como tesis de doctorado en un departamento de antropología. El profesor, frenético, escribió a uno de sus colegas que nunca debió otorgársele el grado a un estudiante cuyo manuscrito mezclaba verdad con fantasía.


Carlos Castaneda debió encontrar resistencia también cuando buscó empleo como profesor en la Universidad de Irvine. Pero lo cierto es que Eugenio Juárez, para retornar a mi punto de partida, estaba por estudiar con esta figura legendaria. Ya en el campus universitario, Eugenio tomó el ascensor que lo llevaría al piso donde habría de iniciar el curso.


Eugenio pensaba en el ahora profesor universitario, cuando se abrieron las puertas del elevador. Entró un individuo, sin saludar, que portaba traje y un maletín nuevo. Eugenio, poseedor de un olfato muy fino y buenos oídos, sintió instintivamente el olor de la piel y el roce del maletín con el traje que portaba el recién llegado. Olor y roce lo transportaron a otra parte.

Se abismó en los pensamientos de todo estudiante extranjero que percibe de inmediato la soledad de las ciudades norteamericanas. Sin percatarse, le dio la espalda al hombre del maletín.

Era obvio que Eugenio se encontraba solo ante otra cultura y de allí que decidiera tomar el curso al que se dirigía, sobre culturas comparadas. De pronto cayó un vacío imperceptible a sus espaldas; una impresión de silencio absoluto, de una persona que deja de respirar, como si el aire hubiera escapado de sus pulmones, lo estremeció. Giró lentamente sobre sus talones para percatarse que no había nadie. Era como si el ascensor se hubiera vaciado de todo su contenido. Pero, ¿cómo ocurrió esto? El elevador no se detuvo en parte alguna y sus puertas no pasaron por el rito de abrirse y cerrarse en piso alguno. ¿Se imaginó Eugenio la presencia de su acompañante? Imposible. Él lo vio entrar al elevador. ¿Qué diablos pasaba?


Especuló sobre el asunto y, todavía sobresaltado, entró unos minutos tarde a clase, para toparse con el individuo que se había esfumado apenas. Se trataba de la misma persona que en esos momentos abría su maletín: Carlos Castaneda. Cómo llegó allí antes que él y mediante qué medios, es un misterio que permanece con Eugenio hasta este día. El elegante profesor no se dio por aludido. Sacó la lista de estudiantes y la leyó en voz alta. De uno en uno, nombró a todos los asistentes. Permaneció unos minutos en silencio, recorriendo el aula con la mirada. Luego guardó la lista, cerró su maletín y dijo: “Ahora vuelvo”.


Carlos Castaneda salió y jamás regresó. Ni ese día, ni la semana siguiente, ni ninguno de los días asignados para el curso que debía impartir. Los estudiantes esperaron que transcurriera esa primer hora de clase sin proferir palabra. Pasaron las semanas y todos siguieron asistiendo, de manera rigurosa, a la misma aula y a la misma hora en que debían tomar su curso. Según avanzaba el semestre y al temer que Castaneda no regresaría, los alumnos comenzaron a hablar. Trataron de describir al individuo que se presentó ante ellos el primer día de clases.


Pronto surgieron las dudas y los desacuerdos. Apenas lo recordaban. ¿Vestía de manera elegante o se presentó con pantalones de mezclilla? ¿Traía consigo un morral o un maletín? ¿Hablaba con acento del norte o era sureño? ¿Usaba loción para después de afeitar?


En los días anteriores a la Internet se dificultaba buscar su foto y aun si alguno hubiera tenido acceso a una base de datos, nadie se preocupó por encontrar al verdadero Carlos Castaneda. Simplemente se negaban a aceptar que no regresaría a clases. Pero cuando se convencieron que no reaparecería se lanzaron a especular. ¿Era ésta la manera que Castaneda tenía de enseñar? Si esto era cierto, ¿qué quería el evasivo profesor ilustrar a través de su ausencia? Los estudiantes discutieron estas preguntas una y otra vez. Su desaparición los forzó a pensar en todas las posibilidades que la explicaran.


Al poco entendieron que el profesor, especialista en México, quería mostrarles un rasgo que distinguía la cultura de su país con la del vecino al sur del Río Bravo: por lo general, en Estados Unidos se enseñaba a pensar; en México, a repetir. Lo que Castaneda quería, así lo concluyeron sus estudiantes, era que utilizaran su mente para aprender en otro nivel. Eugenio coincidió con este argumento y decidió ponerlo por escrito. Al final del semestre redactó un ensayo sobre las enseñanzas de don Carlos, lo dejó en la charola afuera de su oficina y esperó, lleno de dudas, que llegara el momento en que recibiría su nota por asistir al curso.


Carlos Castaneda le concedió una “A”: una de las calificaciones más altas que, todavía se repite en los pasillos universitarios, otorgara el esquivo profesor alguna vez a uno de sus estudiantes.
Publicado por S.O. |  
Suscribirse a: Entradas (Atom)