9/6/08

San Diego, San Diego

El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de manera diferente.
C. P. Hartley









Dice Jaime Sánchez Susarrey que mis enemigos me han arrinconado tanto, alejándome de Guadalajara con el afán de echarme del país, que con tenerme en Mexicali sienten que alcanzaron su objetivo (también repite que el día que me maten y se acerquen los investigadores a pedirle la lista de posibles sospechosos, les arrojará en la cara el directorio telefónico con un “¡busquen aquí cabrones, ahí tienen la lista de todos los sospechosos!”). Lo cierto es que, lejos de castigarme –suponiendo que hubiera una conjura en mi contra y que los oscuros y volátiles conjurados hubieran logrado cerrarme todas las posibles puertas de empleo en el sur del país–, me han dado alas. Mexicali no sólo se ha convertido para mí en el mejor sitio de trabajo en los más de 20 años que llevo de haber regresado a México, sino que me permite vivir cercano a (más quisiera decir “aliado” en el sentido de aliad, que en hebreo significa “junto a”) una de las ciudades californianas más agradables del planeta: San Diego.


En el último año y medio, solo o acompañado, me he dado a la tarea de explorar cada uno de los rincones de ese mundo autocontenido que es San Diego. Hace tan sólo unas semanas, el director del centro donde laboro –un amante del jazz en el sentido real y figurado que, a diferencia de otros que prefieren tener en mano la batuta sepan o no qué hacer con ella, permite a sus colaboradores brillar justo en el momento exacto– nos llevó a un grupo de compañeros y a mí, a conocer el “old town” de San Diego. Qué maravilla. Ahí comimos en uno de los restaurantes celebrados por su estilo culinario Calmex. Lo combinamos todo con una excelente selección de Margaritas que, lo acabo de asimilar, originaron al norte y no al sur del Río Bravo. Nunca se me hubiera ocurrido que en San Diego sobreviviera un old town, con todo y su turismo provincial.


Y eso que desde pequeños nuestro padre nos llevó a San Diego a mi hermano y a mí, en varias ocasiones. Pero de ese San Diego no recuerdo más que el gorjeo y revolotear de las gaviotas; un cuarto de habitación de segundo piso en un hotel de madera apolillada (con escalones desvencijados, un aire acondicionado que despedía un característico olor a húmedo y alfombras desgastadas), y largos recorridos por los muelles para observar con detenimiento y poco disimulo los centenares de veleros ahí atracados. Uno de los agraciados restaurantes de mariscos que conocí hace más de un año, justamente se encuentra en (o se llama) El Atracadero.


Pero el tiempo y mis antagonistas han cambiado mi vida desde entonces, y ahora no me dedico a observar gaviotas (aunque me haya acercado a los muelles para apreciar de cerca los veleros), sino a buscar lugares recónditos, calles subestimadas, restorancitos apagados, librerías de viejo y de nuevo. Ese es el San Diego que me encanta, y me atrae a sus derredores con más frecuencia.


Ayer tocó el turno de explorar la calle Broadway. En el número 1948 descubrí un bistró pequeño llamado Influx, con tres variedades de café y un agradable ambiente estudiantil. Pero el toque que le dio luz a mi jornada (fui y regresé en menos de 24 horas) fue una librería de viejo –la Casa del Libro (Book House) Wahrenbrock’s– en cuya vieja construcción de tres pisos atrapé verdaderas gemas bibliográficas. Y junto a ellas me tropecé con personajes que de antaño han llamado mi atención: la periodista Anita Brenner (autora del citado The Wind that Swept Mexico) y el geógrafo e historiador Peter Gehard. A Anita no la traje conmigo de regreso, aunque me sorprendió que ambos escribieran, desde al menos la década de los cincuenta, lo que ahora conocemos como guías para turistas y otros despistados.


Dado mi compromiso constante por conectarme con la historia y geografía de la región en donde me desenvuelvo, desde mi arribo a Baja California me ha atraído con más fuerza la figura de Gerhard. Su retrato, ahora que lo observo con el libro a mano, pone a la vista a un individuo de pantalones que se elevan por encima de sus talones. En su foto se le exhibe tímidamente armado con maletín, chaqueta de tejido áspero de lana, lentes de aro y calvicie prematura. Entre mi lista de sus libros por leer se encuentran sus Pirates on the West Coast of New Spain (traducido, al parecer, como Piratas en Baja California) y su México en 1742; ya tengo apartada y lista para consumir, de igual manera, media docena de sus artículos académicos.


En la misma foto de la guía amarillenta aparece tras de Gerhard algo que asemeja la cola de un aeroplano comercial. Compré la cuarta edición de la Lower California Guidebook (la primera apareció en 1956) que Peter Gerhard coautoró con Howard E. Gulick: gran conocedor –o al menos eso afirma la sobrecubierta del libro, que lo presenta junto a un jeep de techo duro y llantas sin desgastar– la parte norte de la península. Gulick, según se anuncia en la contraportada, “ha explorado [la Baja California] en jeep, en mulas y a pie, para registrar no sólo las rutas principales sino también las poco transitadas brechas y caminos”.


Me espera una lectura interesante, estoy seguro, que no sólo me enterará de la condición, hace más de medio siglo, de los caminos secundarios (me consta que algunas de esas vías siguen en el mismo estado ruinoso en que las abandonaron los españoles, al poco de iniciar la Independencia) sino de la visión de Gerhard, que es la que me apasiona; las dos propietarias anteriores de esta guía, Doris Malley (quien firmaba con tinta negra) y Doña Gossett, cuya rúbrica está estampada con tonalidades rojas, no dejaron tras de sí más huellas de su paso por esta obra: ignoro si la adquirieron o la recibieron como obsequio. Desconozco incluso si se atrevieron algún día a recorrer las rutas apartadas de las que hablan el volador Gerhard y el caminante Gulick.


Esta guía y media docena más de libros de viajeros que me escoltaron de regreso, los encontré en la Casa del Libro Wahrenbrock’s, sita en la calle Broadway. Uno de los libreros me habló de toda una colección de Mexicana que había en la casa “antes del incendio”. No pregunté más, para no interrumpir el hilo de su historia: ignoraba, me dijo, qué había sucedido con esa colección pues no la alcanzaron las llamas del siniestro. ¿Permanecería almacenada?, se preguntó en voz alta, ya que los remanentes en la librería no se acercaban a lo que existía antiguamente.


Salí con mis gemas enfundadas en plástico y, ya camino de regreso a Mexicali, evoqué a varios de mis enemigos íntimos que, lejos de tornar mi vida miserable, la han vuelto pintoresca. Algún día escribiré sobre el cansino médico de pueblo que vive en Hermosillo y se piensa historiador, porta un bigote cuidadosamente cortado à la Mauricio Garcés y arrastra por la vida un maletín repleto de remedios; del antropólogo en Guadalajara que igual trepa a puestos burocráticos de gran altura como se despeña estrepitosamente de ellos, o del petulante rector de un campus perdido en el noreste de Jalisco que, por haber vivido en París durante años, diserta sobre el Medio Oriente con el empecinamiento de un especialista.


Con el viento que enredaba mis cabellos cada vez más ralos, y según mi auto y yo ascendíamos y descendíamos con gran velocidad por los accidentes orográficos de la ruta, olvidé a esos pérfidos individuos que cohabitan confusamente en mi pasado: ese mundo raro donde la gente vive e interactúa de manera tan distinta.


Publicado por S.O. |