17/5/08

Las enseñanzas de Carlos Castaneda

Para Tino Juárez, quien me contó esta historia verdadera

Hace no pocos años, cuando Eugenio Juárez estudiaba la licenciatura en la Universidad de California, se inscribió en un curso con Carlos Castaneda: el renombrado autor de Las enseñanzas de don Juan. En esta obra, Castaneda escribió una historia novelada de lo que le sucedió cuando, como estudiante de antropología, se remontó a la sierra de Sonora para aprender de un hechicero yaqui, a quien apodó don Juan.


Muchos de mi generación leímos al menos el primero de varios best-sellers que contaban la historia de Castaneda, lo experimentado con don Juan, su ingestión de peyote, cómo se convirtió en un perro que corría desnudo por el llano y cómo, sin habérselo propuesto, absorbió muchas enseñanzas que le servirían para su vida futura. Pero más importante, Castaneda mostró en sus páginas cómo don Juan lo seguía paso a paso y orientaba su vida. No sólo en las remotas y afiladas montañas sonorenses, sino cuando regresó a la “civilización” californiana.


Hace casi dos décadas, cuando revisé unos archivos en la Universidad de Irvine, California, encontré la carta de un profesor que leyó la tesis de Carlos Castaneda. Era similar al texto que este último utilizó para escribir Las enseñanzas de don Juan. Pero al escrito le faltaban los elementos que lo habilitaran para defenderlo como tesis de doctorado en un departamento de antropología. El profesor, frenético, escribió a uno de sus colegas que nunca debió otorgársele el grado a un estudiante cuyo manuscrito mezclaba verdad con fantasía.


Carlos Castaneda debió encontrar resistencia también cuando buscó empleo como profesor en la Universidad de Irvine. Pero lo cierto es que Eugenio Juárez, para retornar a mi punto de partida, estaba por estudiar con esta figura legendaria. Ya en el campus universitario, Eugenio tomó el ascensor que lo llevaría al piso donde habría de iniciar el curso.


Eugenio pensaba en el ahora profesor universitario, cuando se abrieron las puertas del elevador. Entró un individuo, sin saludar, que portaba traje y un maletín nuevo. Eugenio, poseedor de un olfato muy fino y buenos oídos, sintió instintivamente el olor de la piel y el roce del maletín con el traje que portaba el recién llegado. Olor y roce lo transportaron a otra parte.

Se abismó en los pensamientos de todo estudiante extranjero que percibe de inmediato la soledad de las ciudades norteamericanas. Sin percatarse, le dio la espalda al hombre del maletín.

Era obvio que Eugenio se encontraba solo ante otra cultura y de allí que decidiera tomar el curso al que se dirigía, sobre culturas comparadas. De pronto cayó un vacío imperceptible a sus espaldas; una impresión de silencio absoluto, de una persona que deja de respirar, como si el aire hubiera escapado de sus pulmones, lo estremeció. Giró lentamente sobre sus talones para percatarse que no había nadie. Era como si el ascensor se hubiera vaciado de todo su contenido. Pero, ¿cómo ocurrió esto? El elevador no se detuvo en parte alguna y sus puertas no pasaron por el rito de abrirse y cerrarse en piso alguno. ¿Se imaginó Eugenio la presencia de su acompañante? Imposible. Él lo vio entrar al elevador. ¿Qué diablos pasaba?


Especuló sobre el asunto y, todavía sobresaltado, entró unos minutos tarde a clase, para toparse con el individuo que se había esfumado apenas. Se trataba de la misma persona que en esos momentos abría su maletín: Carlos Castaneda. Cómo llegó allí antes que él y mediante qué medios, es un misterio que permanece con Eugenio hasta este día. El elegante profesor no se dio por aludido. Sacó la lista de estudiantes y la leyó en voz alta. De uno en uno, nombró a todos los asistentes. Permaneció unos minutos en silencio, recorriendo el aula con la mirada. Luego guardó la lista, cerró su maletín y dijo: “Ahora vuelvo”.


Carlos Castaneda salió y jamás regresó. Ni ese día, ni la semana siguiente, ni ninguno de los días asignados para el curso que debía impartir. Los estudiantes esperaron que transcurriera esa primer hora de clase sin proferir palabra. Pasaron las semanas y todos siguieron asistiendo, de manera rigurosa, a la misma aula y a la misma hora en que debían tomar su curso. Según avanzaba el semestre y al temer que Castaneda no regresaría, los alumnos comenzaron a hablar. Trataron de describir al individuo que se presentó ante ellos el primer día de clases.


Pronto surgieron las dudas y los desacuerdos. Apenas lo recordaban. ¿Vestía de manera elegante o se presentó con pantalones de mezclilla? ¿Traía consigo un morral o un maletín? ¿Hablaba con acento del norte o era sureño? ¿Usaba loción para después de afeitar?


En los días anteriores a la Internet se dificultaba buscar su foto y aun si alguno hubiera tenido acceso a una base de datos, nadie se preocupó por encontrar al verdadero Carlos Castaneda. Simplemente se negaban a aceptar que no regresaría a clases. Pero cuando se convencieron que no reaparecería se lanzaron a especular. ¿Era ésta la manera que Castaneda tenía de enseñar? Si esto era cierto, ¿qué quería el evasivo profesor ilustrar a través de su ausencia? Los estudiantes discutieron estas preguntas una y otra vez. Su desaparición los forzó a pensar en todas las posibilidades que la explicaran.


Al poco entendieron que el profesor, especialista en México, quería mostrarles un rasgo que distinguía la cultura de su país con la del vecino al sur del Río Bravo: por lo general, en Estados Unidos se enseñaba a pensar; en México, a repetir. Lo que Castaneda quería, así lo concluyeron sus estudiantes, era que utilizaran su mente para aprender en otro nivel. Eugenio coincidió con este argumento y decidió ponerlo por escrito. Al final del semestre redactó un ensayo sobre las enseñanzas de don Carlos, lo dejó en la charola afuera de su oficina y esperó, lleno de dudas, que llegara el momento en que recibiría su nota por asistir al curso.


Carlos Castaneda le concedió una “A”: una de las calificaciones más altas que, todavía se repite en los pasillos universitarios, otorgara el esquivo profesor alguna vez a uno de sus estudiantes.
Publicado por S.O. |